Las bacterias son organismos sorprendentes que han colonizado muchas regiones de nuestro planeta. Si nuestros ojos pudieran ver a escala microscópica, veríamos bacterias por todos lados: en nuestra piel, en nuestra boca, en el pelo, en la mesa, en la pared, en el suelo, en el teclado de la computadora, abajo de las piedras, arriba de las piedras, etc. Verdaderamente están en todos lados y a lo largo de la evolución hemos aprendido a convivir con muchos tipos de bacterias, e incluso a utilizarlas en nuestro beneficio (como las bacterias que generan insulina, los lactobacilos utilizados en la producción de quesos y yogur, o las bacterias de nuestra microbiota intestinal—anteriormente conocida como flora intestinal, sin las cuales no podríamos digerir una gran cantidad de alimentos). Pero hay ciertos tipos de bacterias perniciosas que siguen causándonos problemas de salud importantes que van desde dolores de garganta e infecciones estomacales hasta la muerte. Antes del descubrimiento de la penicilina en 1928 por Alexander Fleming, existían pocos mecanismos terapéuticos para contender con infecciones bacterianas, especialmente cuando dichas infecciones ocurrían en nuestros órganos internos. Principalmente era nuestro propio sistema inmune (ayudado por plantas medicinales y remedios caseros que no siempre funcionaban) el que nos protegía contra las bacterias. El sistema inmune consiste en un conjunto de células especializadas (linfocitos, neutrófilos, macrófagos, leucocitos, etc.) y de proteínas específicas (anticuerpos, citoquinas, etc.), cuya función principal es reconocer a los organismos que no pertenecen a nuestro cuerpo y eliminarlos. Desde que nacemos hasta que llegamos a la adolescencia nuestro sistema inmune “aprende” a reconocer las células y tejidos que pertenecen a nuestro cuerpo y diferenciarlos de organismos o moléculas externas. Por lo tanto, cuando una bacteria se mete a nuestro cuerpo, el sistema inmune, si está sano, debería reconocerla como un “enemigo invasor” y destruirla. De hecho, esto es lo que pasa con la gran mayoría de las bacterias con las que estamos en contacto diariamente. Sin embargo, han habido desde siempre algunos tipos de bacterias capaces de burlar a nuestro sistema inmune, provocando infecciones terribles que pueden conducir a la muerte (tétanos, tuberculosis, gangrena, gonorrea, sífilis, peste negra, etc.). Es aquí donde los antibióticos han jugado un papel fundamental en nuestra lucha contra las bacterias.
Después del descubrimiento de la penicilina, se pensó que la guerra contra las infecciones bacterianas estaba ganada definitivamente. Sólo se tenía que administrar una dosis continua suficientemente alta de antibióticos para acabar con la infección. Sin embargo, esta ilusión duró muy poco tiempo, pues rápidamente aparecieron bacterias que eran resistentes a la penicilina. En efecto, en 1945 no habían pasado ni cinco años desde que la penicilina se comenzara a utilizar con fines terapéuticos, y ya más del 20% de las cepas de Staphilococcus aureus recabadas en hospitales eran resistentes a este antibiótico. Estas bacterias habían desarrollado la capacidad de crear una proteína, la betalactamasa, capaz de destruir a la penicilina [1]. Desde entonces, la industria farmacéutica ha desarrollado decenas de antibióticos que actúan de formas muy diferentes contra las bacterias (algunos destruyen la membrana celular, otros impiden la síntesis de proteínas, otros interfieren con la síntesis de fosfolípidos, etc.). Sin embargo, cada vez que se crea un nuevo antibiótico, rápidamente (uno o dos años después) aparecen cepas bacterianas resistentes a él. De una u otra forma, los genes en las bacterias mutan, lo cual permite generar proteínas que destruyen al antibiótico (como la betalactamasa) o que simplemente lo “capturan” evitando que el antibiótico entre en contacto con las moléculas que debería atacar [2]. Más aún, cuando una bacteria ha desarrollado este tipo de genes que le confieren resistencia, ¡los puede transferir a otras bacterias incluso aunque sean de especies distintas! (Este proceso se llama transferencia horizontal de genes) [3]. Actualmente existen cepas de bacterias, como S. aureus, que son resistentes a todos los antibióticos conocidos. Normalmente S. aureus vive en las fosas nasales y en la piel de los seres humanos, y mientras allí viva todo está bien. Pero si S. aureus se introduce al torrente sanguíneo (a través de una herida), y si el sistema inmune está débil o comprometido (por ejemplo después de una operación de trasplante de órganos), S. aureus intentará colonizar el tejido invadido. Desgraciadamente, hay cepas de esta bacteria que logran llevar a cabo dicha colonización en pacientes cuyo sistema inmune es deficiente, sin que podamos hacer nada para impedirlo, pues no hay antibióticos que puedan matar a este organismo una vez que ha entrado al cuerpo. (El lector interesado podrá encontrar en Internet imágenes muy dramáticas de este tipo de infecciones).
El hecho de que las bacterias se estén volviendo resistentes a los antibióticos se ha convertido en un problema de salud mundial. Estudios llevados a cabo en Estados Unidos muestran que las cepas de S. aureus resistentes a los antibióticos causan más muertes al año en ese país que el VIH [1]. En México, más del 70% de las infecciones producidas por cepas perniciosas de la bacteria Escherichia coli corresponden a cepas resistentes a penicilina, ampicilina, tetraciclina y trimetoprima-sulfametoxazol [4]. (Las cepas no perniciosas de esta bacteria normalmente viven en el tracto digestivo de los seres humanos y son parte de nuestra microbiota.)
¿Por qué las bacterias se vuelven resistentes a los antibióticos? Por la misma razón por la que han colonizado prácticamente cada rincón de la superficie de nuestro planeta: tienen una altísima capacidad de cambio y adaptación que les permite vivir en ambientes extremos a los que otras formas de vida no podrían ni acercarse: ambientes muy ácidos, muy calientes, muy fríos, muy salinos. Incluso incluso existe una especie de bacterias, Dinococcus radiodurans, que puede vivir en ambientes con altísimos niveles de radiación [5]. ¿Cómo es posible que puedan hacer esto? Por un lado la tasa de reproducción de las bacterias es muy alta. E. coli, por ejemplo, se reproduce cada 20 minutos (en condiciones óptimas). Esto es aproximadamente medio millón de veces más rápido que la tasa de reproducción de los seres humanos (que es como de 20 años). ¡Y el crecimiento es exponencial! En un día, una sola de estas bacterias podría reproducirse y dar lugar a una población de miles de millones de bacterias. Por otro lado, los organismos al reproducirse sufren alteraciones en su material genético (mutaciones), las cuales pueden producir cambios en las características del organismo (su fenotipo). Algunas de estas mutaciones producirán cambios que permitirán a la bacteria adaptarse mejor a condiciones ambientales adversas (como por ejemplo un medio con antibióticos). Por lo tanto, con tantas bacterias reproduciéndose y con tasas tan altas, no es de extrañar que de pronto emerjan algunos individuos que, por pura variabilidad genética y buena suerte, sean más resistentes a los antibióticos que lo normal. Y son esos pocos individuos más resistentes los que eventualmente dan lugar a poblaciones de bacterias altamente resistentes a los antibióticos con los que queremos eliminarlas.
No obstante, existen experimentos en los que se observa que una población de bacterias puede hacerse altamente resistente a varios antibióticos a la vez… ¡en un solo día! [6] Esto ocurre cuando la concentración de antibiótico que se administra a las bacterias se incrementa poco a poco. Se comienza con una concentración baja de antibiótico que se administra a una colonia de bacterias. Al echarles el antibiótico algunas bacterias mueren y otras sobreviven. Se deja que las que sobrevivieron se reproduzcan en el medio con antibiótico, y ya que la población ha crecido otra vez, se administra un poco más de antibiótico. Este proceso se repite varias veces. El resultado es que al final del experimento las bacterias que han sobrevivido están viviendo en un medio con una concentración extremadamente alta de antibiótico. Aun cuando las bacterias mutan demasiado y se reproducen a tasas muy altas, las mutaciones por sí solas no pueden explicar la rapidez con la cual la población de bacterias se hace resistente en tan poco tiempo. Esto es porque la gran mayoría de las mutaciones o no producen ningún cambio en el fenotipo, o producen cambios dañinos que matan a la bacteria. Sólo una fracción muy pequeña de las mutaciones producen cambios favorables en el fenotipo que pueden conferirle a la bacteria una ventaja evolutiva, y esto ocurre con una frecuencia mucho más baja que la necesaria para explicar la emergencia de la resistencia en los experimentos descritos anteriormente. Pero si las mutaciones no son suficientes para explicar la emergencia del fenotipo de la resistencia en estos experimentos, ¿cómo podemos explicar dicha emergencia que sin lugar a dudas ocurren? Aquí entra en juego otro fenómeno biológico de fundamental importancia para el desarrollo de los organismos vivos: la epigenética y la herencia epigenética. Estos mecanismos los discutiremos en la segunda parte de este artículo, a publicarse el próximo lunes.
Artículo publicado originalmente “Resistencia epigenética de las bacterias a los antibióticos: Parte 1” en el periódico Unión de Morelos por miembros de la Academia de Ciencias de Morelos A.C.
Cómo citar: Autor, C., Maximino Aldana González. Instituto de Ciencias Físicas, UNAM. Academia de Ciencias de Morelos. (2018, 21 de Septiembre ) Resistencia epigenética de las bacterias a los antibióticos: Parte 1. Conogasi, Conocimiento para la vida. Fecha de consulta: Octubre 11, 2024
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