Sobre lo que comeremos mañana

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Desde hace varios años nos encontramos inmersos en un profundo debate relacionado con la producción de alimentos: los orgánicos, los…

Desde hace varios años nos encontramos inmersos en un profundo debate relacionado con la producción de alimentos: los orgánicos, los organismos genéticamente modificados (OGM) y el futuro de la producción agrícola. Este debate ha polarizado a la sociedad en su conjunto, sin que a la fecha aparezcan planteamientos que lleven hacia un acuerdo que permita atender los argumentos razonables que surgen de todos los ámbitos desde los que la problemática se discute. Parte del conflicto se ubica justamente en la incapacidad de reconocer los planteamientos que razonablemente se postulan desde ambas posturas. En los extremos del debate se ubica de manera particular el papel que la biotecnología moderna podría jugar en el contexto de la producción agrícola y la autosuficiencia alimentaria: por un lado la  biotecnología moderna que resolverá el problema de abasto de alimentos, y por el otro la biotecnología moderna como Frankenstein y el fin de la biodiversidad; “los  transgénicos son una bomba atómica con vida propia” como declaró recientemente a un diario español una destacada científica mexicana (1), o “las trabas a los transgénicos perjudican a la investigación y al campo españoles” (2) como le respondió un destacado científico español. En esta polémica destaca la forma en la que Pere Estupinya -divulgador científico español-  analiza ambas opiniones (3).

Sin duda debe ser muy complejo para el público en general hacerse una idea del riesgo de los OGM al escuchar a militantes ecologistas como la Dra. Vandana Shiva señalando que quienes modifican genéticamente plantas “violan a la Naturaleza”, y al menos considerarlo contradictorio con lo que señala el Dr. José Sarukhan, en el sentido de  “exigir que el país realmente regrese a asumir la obligación de hacer investigación propia en todo sentido, incluida la biotecnología o la producción de transgénicos”, de acuerdo con el texto de Javier Flores en La Jornada (4). Es un hecho que, como se señala en la revista Nature en un artículo publicado el pasado primero de julio, “el maíz OGM divide a México”, división que se extiende en general a todos los OGM, lo que explica la postura del Dr. Sarukhan, particularmente contrario a la siembra de maíz OGM en México, más no a los OGM en su conjunto.

Ante este panorama, resumido aquí con señalamientos recientes, destaco dos documentos, igualmente recientes que a mi parecer aportan muy valiosa información que contribuye a “resolver” esta encrucijada, particularmente en estos tiempos en los que la SAGARPA inicia una serie de foros para la reforma del campo. Por “resolver”, entiéndase encontrar las mejores opciones que atiendan la problemática de la alimentación y medio ambiente. Me refiero por un lado al libro titulado La mesa del mañana: agricultura orgánica, genética y el futuro de los alimentos (Tomorrow’s Table: Organic farming, genetics and the future of food) escrito por Pamela C. Roland, fisióloga de plantas de la Universidad de California en Davis y Raoult W. Adamchak, productor de cultivos orgánicos desde hace 20 años y actual director del Market Garden de la Universidad de California, certificado como orgánico. El otro es un artículo publicado el mes de mayo de este año de la revista National Geographic, titulado: La Nueva Revolución Alimentaria, con un subtítulo que pone los pelos de punta, aun para los de familia numerosa: servir comida diariamente para 7,000 millones de personas.

A continuación retomo datos y reflexiones de uno y otro documentos. Una idea central en ambos textos es que la implementación de sistemas sustentables y agroecológicos de producción de alimentos es impostergable. Es decir, no podemos seguir satisfaciendo la demanda de alimentos con el consecuente daño a los ecosistemas, como ha sucedido hasta ahora. Y es que con frecuencia, al hablar de daño ambiental,  pensamos casi en automático en la industria química, las aguas residuales, el humo de las fábricas y, particularmente en los coches, pero no en lo que vamos a cenar esta noche. Y sin embargo, la producción de alimentos plantea uno de los más grandes riesgos para el planeta. El otro elemento en común de ambos documentos es el hecho de que en este cambio de paradigma agroaecológico se debe echar mano de todo el conocimiento y experiencia disponibles; de conocimiento y de tradición;  de lo orgánico y lo modificado genéticamente.

Basten algunas cifras para dimensionar el riesgo al que se refiere esta impostergable necesidad de un cambio de paradigma en la producción agrícola, partiendo de la base de que cada año contamos con aproximadamente 75 millones de nuevos habitantes en el planeta. Ésta es aproximadamente la cantidad de gente que vive actualmente en Alemania. La cifra se aprecia con mayor dramatismo si pensamos que cada mañana hay 200,000 nuevas bocas que alimentar. Aun en el caso de mantener los actuales niveles de producción agrícola, nos dirigimos a una crisis agrícola de dimensión global. Esto, en particular, si consideramos que ya hemos dispuesto del 40% de la superficie del planeta para la agricultura, ocupando 16 millones de Km2 para cultivos básicos (una superficie similar a la de América del Sur) y unos 30 millones de Km2 cuadrados para cultivar pasturas destinadas a la producción animal (una superficie equivalente al tamaño de África), vaya paradoja: ocupamos para la agricultura 60 veces más superficie que la que ocupa el área urbana y suburbana, y estamos acabando con los pulmones del planeta. En concreto, debemos ser capaces de seguir produciendo y satisfacer la demanda de alimentos con la misma superficie de cultivo.

Agreguemos a  este absoluto requisito el problema del agua. Usamos 2,800 Km3 de agua para la producción agrícola actual. Por más cuidado y esmero que pongamos en casa, cerrando llaves e instalando excusados ahorradores, donde el impacto es más importante es en el agua que indirectamente necesitamos para producir lo que comemos. Dicho de otra forma, se requiere diariamente 70 veces más agua para producir lo que comemos que para nuestra higiene y necesidades individuales, esta última estimada en 50 litros. En países desarrollados más del 70% del agua se destina a la agricultura, lo que ha ocasionado el agotamiento de ríos más aprovechados como el Indus, el Colorado (que ya no llega al mar), el Amarillo, el Jordan, y el Murray-Darling, ocasionando caídas fuertes en los niveles de agua. Esto sin contar el Mar de Aral ubicado en Ásia central, alguna vez uno de los cuatro lagos más grandes del mundo, con una superficie de 68,000 kilómetros cuadrados, hoy un desierto, después de que los ríos que lo alimentaban fueran desviados por los soviéticos para proyectos de riego, uno de los mayores desastres medioambientales ocurridos en la historia reciente.

El nitrógeno, fundamental para la agricultura, es otro gravísimo problema ambiental que ha rebasado por mucho los límites de tolerancia del planeta. De acuerdo con datos actuales, unos 120 millones de toneladas de nitrógeno son tomadas anualmente del aire y transformadas en compuestos como el amonio que se acumulan -junto con el fósforo- en suelos, aguas y costas, rompiendo su ciclo natural en el planeta, con graves consecuencias para muy diversos ecosistemas. Los óxidos nitrogenados, consecuencia de este desajuste en el ciclo natural, contribuyen de igual manera al efecto invernadero. Así, es urgente un cambio que involucra directamente la forma de fertilización (agricultura orgánica) o bien la eficiencia en el uso del nitrógeno, incluido el aprovechamiento del proceso de fijación de nitrógeno atmosférico, lo que sólo puede darse mediante conocimiento científico.

No es sorprendente que sea la agricultura el sector que más contribuye al cambio climático, partiendo de la base de que genera un 30% de las emisiones de gases con efecto invernadero. Así es, la agricultura contribuye a este problema más que las plantas de energía eléctrica, y más que la industria química; más que los aviones y el transporte terrestre. Muchas de las emisiones del sector agrícola derivan de la deforestación del trópico, de la fertilización – ya mencionada- y muy particularmente, de la producción de ganado (leche y carne bovina), aunado con el cultivo de arroz, en estos dos últimos casos vía a través de la generación de metano. Hoy en día sólo el 55% de las calorías que produce el campo se usan para alimentar humanos. El resto se emplea en alimentar animales o en producir biocombustibles o productos industriales. Lo grave de este sistema de alimentación es que requerimos invertir 100 calorías de cereales, para obtener tres calorías de la carne de res; o bien 10 cal en carne de puerco, o 12 con la carne de pollo, o 22 de los huevos, o en el mejor de los casos 40 cal. de la leche. Es obvia la necesidad de movernos a una dieta menos basada en carne y productos pecuarios. Esto hará disponible una cantidad sustancial de alimentos en el mundo. Pero además, el desperdicio no es sólo del sistema pecuario, sino de lo que se pierde o se desecha por muy diferentes causas. La cantidad global de alimentos que se desperdicia se estima en un 25%  en términos de calorías, o de 50% en términos de peso. Revisemos los desperdicios en los modernos y los antiguos mercados, en restaurantes y puestos de comida; pero revisemos lo que sucede también en casa.  Revisemos nuestros hábitos.

En concreto, nada de lo que hacemos afecta más al medio ambiente que lo que comemos, mientras que nada es más importante para nuestra supervivencia que comer y cuidar del medio ambiente. Por ello, la revisión y discusión de la política agrícola no puede darse al margen de una revisión y discusión de lo que consumimos, eso que los nutriólogos definen como nuestra dieta. Es desde la mesa que debemos contribuir a definir las alternativas que desde la agricultura comercial, la agricultura orgánica y la ecología, se planteen como soluciones reales. Pero esto no podrá darse sino a través de mayor diálogo y entendimiento; con agricultura de temporal y agricultura de precisión; con nuevas variedades y con variedades silvestres; con milpa sí, pero también con nuevas técnicas y estrategias de cultivo, como las azoteas verdes y los huertos verticales, por cierto muy de boga durante la segunda guerra mundial. Con cinco acciones que pueden ser locales y/o globales concluye el artículo de NG: congelar –que no crezca- la superficie agrícola; aumentar los rendimientos en todas las zonas agrícolas disponibles; usar los recursos de manera más eficiente, es decir, cambiar nuestra dieta y evitar los desperdicios.

Evidentemente estas soluciones requieren un cambio importante en nuestra manera de reflexionar, empezando por reconocer que tanto la agricultura orgánica, como la tradicional, la moderna y la biotecnología tienen mucho que aportar.

Artículo publicado originalmente “Sobre lo que comeremos mañana” en el periódico Unión de Morelos por miembros de la Academia de Ciencias de Morelos A.C.



Cómo citar: Autor, C., Agustín Lopez Munguía Instituto de Biotecnología, UNAM. Academia de Ciencias de Morelos (2018, 21 de Septiembre ) Sobre lo que comeremos mañana. Conogasi, Conocimiento para la vida. Fecha de consulta: Noviembre 22, 2024

Esta obra está disponible bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-No Comercial Compartir Igual 4.0

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