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El capital en el siglo veintiuno

La economía es demasiado importante como para dejarla solamente en manos de los economistas, diría el canciller Otto von Bismark si viviera hoy, como lo dijo en su tiempo sobre la guerra y sus militares. Porque entre los economistas existen hoy divisiones e intereses en pugna como las había a finales del siglo XIX entre imperios, y porque su conducción nos afecta a todos nosotros.

Acabo de terminar de leer el controvertido libro de Thomas Piketty [1] que ha sido ya comentado profusamente en otros foros, públicos y especializados. Es un ameno volumen de 577 páginas, más 106 páginas con notas, bibliografía e índices. Su título evoca por supuesto al libro de Karl Marx [2] publicado en 1867, pues ambos estudian el curioso fenómeno del capital. El de Piketty lleva ventaja al basarse en 200 años de series estadísticas sobre las economías centrales (Francia, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos,…) con elaboración electrónica, mientras que el de Marx se basó mayormente en datos de la industria textil inglesa durante las pocas décadas desde la Revolución Industrial. Piketty es un brillante doctor en economía de 42 años que trabaja en la Escuela de Economía de París –no un ideólogo– quien ya ha publicado profusamente en revistas especializadas de su campo y ahora dirige su libro al público académico y político ilustrado. Su tratamiento está más apegado al protocolo científico de observación y evaluación entre varias hipótesis, y convierte el análisis económico de pseudo-ciencia a cuasi-ciencia; un paso importante que comentaré más abajo.

Comencemos preguntándonos con Piketty qué es el “capital”. Hasta la Revolución Industrial éste era principalmente la posesión de tierra para agricultura rentada a campesinos, quienes la trabajaban pagando un porcentaje de 4—5% en rendimiento a sus dueños: terratenientes, nobleza e iglesia. A principios del siglo XIX en Europa se crearon otras formas de capital: fábricas y maquinaria, flotas navieras, ferrocarriles, terreno y edificaciones urbanas, y dinero sonante en metales preciosos. Durante todo ese siglo y a pesar de guerras esporádicas, la población mundial y su producción de bienes creció a una tasa estable de 1—2% casi sin inflación (Figura 1); la diferencia entre los dos porcentajes permitió que el capital se acumulara en los deciles y centiles más ricos de la población. La culminación de ese proceso, que terminó en 1914,  se ha llamado la Belle Èpoque (la Bella Época) en Europa, y “los Buenos Tiempos de Don Porfirio” en México.

La Primera Guerra, con su cauda de destrucción material e hiperinflación, la subsecuente gran depresión de los años 30s, y finalmente la Segunda Guerra Mundial, afectaron sensiblemente la preminencia del capital sobre el trabajo durante el siglo XX, como lo muestran las gráficas compiladas en el libro de Piketty (Figura 2). En México, la Revolución coetánea con la primera también redujo drásticamente el rendimiento de la propiedad agraria, y dio lugar a avances significativos en el sindicalismo y otras conquistas obreras. A partir del medio siglo, el aumento de población y las nuevas tecnologías industriales e informáticas permitieron un crecimiento del producto mundial que superó el 3%. Durante los años 60s y 70s se pensaba que las generaciones siguientes vivirían cada vez mejor. Pero el futuro ya no es lo que era: en el siglo XXI, el capital incluye ahora mayormente la alta propiedad urbana, el transporte, las telecomunicaciones, la agroindustria y farmacéutica, los energéticos, el petróleo y el gas, y, crecientemente, las fortunas financieras construidas con milagrosa reproducción del dinero y, su expresión más refinada, los fondos buitre.

El capital se ha mundializado en los últimos 30 años coincidiendo en México con la introducción del modelo neoliberal. Las doctrinas reaganianas y thacheristas reducen el rol de los gobiernos democráticos poniendo la economía en las manos invisibles de un hipotético libre mercado. El premiado Nobel Milton Friedman y sus Chicago boys han propagado estas ideas como si fuesen el camino correcto –y único. Exceptuando las economías emergentes de Asia Oriental, el crecimiento promedio del producto mundial, indicado por g, se ha desplomado a 2—3%. Mientras, el ritmo de crecimiento de la población también ha disminuido a 1—2%; sin embargo, el rendimiento del capital, r, se mantiene históricamente en el mismo rango: 4—5%. Piketty condensa esta desigualdad con la ley empírica gEvidentemente, al paso del tiempo esta distribución aumenta la desigualdad entre los que manejan y viven del capital, y los que sólo tienen su trabajo a vender para vivir. La creciente desigualdad en este siglo XXI ya está siendo percibida por los economistas, la academia y la población, la cual se manifiesta hoy en muy diversos movimientos, algunos pacíficos y otros contestatarios, parlamentarios y armados, domésticos y públicos. Podemos encontrarlos también en México, donde las “reformas estructurales” prometen profundizar este proceso aumentando la dosis de libre mercado que a la fecha, según está documentado, ha incrementado el número de millonarios Forbes así como la proporción de pobres en la población. Me parece un salto al vacío.

Como buen europeo comunitario, Piketty flota la idea de adoptar un impuesto mundial altamente progresivo que reduzca el rendimiento del capital apenas por encima del crecimiento de la economía. Esta utopía debe verse como una dirección señera más que un punto de llegada; la experiencia fallida del comunismo soviético para eliminar el capital privado pesa sobre cualquier otra estrategia. Y resulta imposible cuando los países hoy  compiten por atraer capital bajando su tasa de impuestos al rendimiento financiero; los que mejor lo logran son los pequeños paraísos fiscales, islas y arrecifes donde naufragó el propuesto impuesto Tobin. Así, se entiende porqué los dueños de una compañía cervecera o una fábrica de pintura mexicanas prefieran vender sus industrias (en la Bolsa para no pagar impuestos) y convertirlas en capital financiero, el cual generará  rendimientos mayores que aquéllos de la industria manufacturera. No hay “genios malvados” en este aprovechamiento del capital, así como no hay alacranes que activamente busquen picar niños; está en la naturaleza de los asesores económicos de las grandes compañías trasnacionales lograr rendimientos máximos, pues eso exigen los accionistas que los contratan. Simplemente es el Sistema. Pero peor, como indica Piketty, los economistas apoyados y coaligados con los grandes capitales se han vuelto de facto legisladores y miembros cupulares en los gobiernos, como lo han sido los doctorados de Harvard y Yale que aquí alcanzaron la presidencia.

Cometo injusticia al reportar sólo algunos de los argumentos sobre la desigualdad que Piketty presenta en su libro. Éstos están basados en el análisis de datos históricos y actuales sobre salarios, impuestos, rentas, herencias, fondos soberanos petroleros y universitarios, inflación y deflación, y una amplia gama de actividades socioeconómicas. Su visión tiene mucho en común con la de dos economistas también premiados Nobel, pero disidentes del esquema neoliberal, Paul Krugman y Joseph Stiglitz [3], el primero de los cuales escribe una recomendación en la solapa del libro. La conclusión global de Piketty puede reducirse muy someramente a la observación de que la estructura socioeconómica de este siglo vuelve a ser la que tuvo Europa en la Bella Época, fácilmente aplicable a los últimos años del Porfiriato. Podemos estar seguros que la historia no se repetirá con guerras mundiales o revoluciones, ya reconocidas como antieconómicas. Pero las crecientes tensiones sociales pueden desbordar en conflictos mayores por algún hecho baladí, como lo fue el magnicidio de Francisco Fernando y Sofía en Sarajevo, o el de Madero un año antes.

Piketty detalla la economía de Francia e Inglaterra porque tienen el registro histórico más completo de propiedades, impuestos y transacciones. México no aparece ni en su índice de materias. Menciona someramente el fenómeno del capital en países como China, donde el estado controla firmemente el flujo de capitales, y el contagio mundial de la presente recesión a partir de una burbuja inmobiliaria estadounidense. Espero que los economistas mexicanos estudien nuestro estancamiento económico con los métodos y parámetros señalados por Piketty, quien cree en la honestidad de las declaraciones de impuestos y sólo dedica un pequeño apartado a la corrupción, la cual en cambio es significativa y consustancial a la economía y política de nuestro medio. Un último factor que Piketty reduce a un apartado es el efecto que tendrá el cambio climático en la economía del mundo; sabemos que éste será inédito.

Arriba califiqué las teorías económicas vigentes como pseudo-ciencia. Se atribuye a John Kenneth Galbraith decir que “la única función de la predicción económica es hacer que la astrología luzca respetable”. Si un conjunto de hipótesis lleva a predecir en enero que el producto interno bruto de un país crecerá 3.9%, y en diciembre se observa que sólo subió 1.01%, algunas de esas hipótesis deben tan ser falsas como la influencia de los astros lejanos. El texto de Thomas Piketty una y otra vez precauciona al lector sobre que sus hipótesis, aunque están basadas en observación documentada, casi científica, de la actividad económica durante los dos siglos previos, solamente pueden sugerir un desarrollo futuro, y que está en manos de la sociedad democrática y organizada como gobierno, tomar las medidas para aminorar el crecimiento irrestricto de la desigualdad, porque eliminarla será imposible.

Artículo publicado originalmente “El capital en el siglo veintiuno” en el periódico Unión de Morelos por miembros de la Academia de Ciencias de Morelos A.C.